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Frutos de duelo de Jim Amaral

Hubo flores, en manojos o solitarias, a los que uno les habría querido poner nombres poéticos y símbolos desconocidos. En esos ramos ardientes, nada evocaba la flor azul del romanticismo sentimental. Las flores encarnadas que dibujaba Jim Amaral al final de los años setenta tenían dientes grandes. No es que fueran necesariamente carnívoras o que pertenecieran a la familia de las orquídeas y desplegaran la erótica del mundo en sus formas. A decir verdad, nadie lo supo nunca… Lo seguro es que Jim Amaral les dio a las flores un lenguaje propio, un lenguaje que tal vez era justamente el suyo. Les había dado un puerto triste y despreocupado, pero estas flores contaban una historia, evocaban deseos y aventuras extraordinarias, como si se hubieran escapado de un poema de Edgar Allan Poe. Durante mucho tiempo guardaron silencio, y ahora, al darles un rostro, Jim les regalaba también una voz y un canto. Hablaban de la vida y susurraban del amor, murmuraban sobre los placeres del cuerpo, y todo era como una orquesta extraña que se extendía de página en página —una orquesta que el artista disponía cuidadosamente en una hermosa caja cerrada con cintas de seda. Era alrededor de 1979 y Jim trabajaba en París. Había frecuentado a André Pieyre de Mandiargues y a Isabelle d’Este; la poesía brotaba de su lápiz, secreta y desenvuelta.

Después de las flores con las que sembró tan hermoso jardín, llegó la fruta…

—Jacques Leenhardt, 2021 [Extracto de texto].