Jim Amaral
Galería El Museo, Bogotá, Colombia. 1995.
Apariciones persistentes
La primera impresión que causan sus criaturas de bronce es la de formar parte de un carnaval disparatado. Descendidas o ascendidas de una mitología caprichosa y liviana, están momentáneamente frente a nosotros, antes de regresar a su verdadero lugar. Donde quiera que las vemos, parecen estar transitoriamente. Son como esas apariciones instantáneas en los sueños, de cuya persistencia nunca podemos estar seguros, y ningún lugar nos parece definitivo para ellas. En ese indefinido tránsito del que forman parte, en esa pausa entre el desconocido mundo del que proceden y el desconocido mundo al que se dirigen, mientras están ante nosotros, siembran el desconcierto.
Durante cierto tiempo día a día, vi una de esas esculturas en el balcón del artista, desde una casa vecina. No era un objeto de bronce: era una criatura solitaria y absorta que imponía al observador su presencia e incluso su carácter. Producía la extraña sensación de que alrededor de patios y viejas casonas, de calles y edificios, no le era indiferente. Centraba ese universo con un pasmo infantil o beatífico. Y en lo patético de su soledad había algo de traviesa alegría. Pero con todo y su travesura, hay algo más hondo en estas figuras, cuya substancia de metal no logra figurar, cuya substancia de metal no logra imponerles la pesadez ni la condena abrumadora de lo eterno. Si se trata de figuras humanas, muestran en su irresolución, e incluso en su inocencia, ese fondo de estupor que le da al arte su validez y su misterio. No parecen entender muy bien la función que les ha sido asignada. Esas alas ciertamente no sirven para volar, esos brazos ensortijados no sirven para abrazar, esos pies parece que necesitarán ruedas para desplazarse, esos rostros sin rasgos tienen en cambio una profunda expresividad, y parecen volverse hacia el invisible Demiurgo que los hizo para preguntarle cuál es su misión y su destino. Los demás seres de esta mitología participan, y no sólo formalmente, de la condición de las esfinges; es decir, a diferencia de los humanos, que ignoran del todo su secreto, ellas son dueñas del suyo, lo conocen, celosamente lo guardan, y no lo revelarán. Lo que las esfinges de los egipcios y de los griegos arcaicos se revelaba en una indescifrable sonrisa, en estas esfinges de Amaral se expresa en adornos juguetones y sonrientes, en una criptografía que parece ornamental pero que es fundamentalmente irónica.
—William Ospina, 1995 [Extracto de texto].