7 Hubo flores, en manojos o solitarias, a los que uno les habría querido poner nombres poéticos y símbolos desconocidos. En esos ramos ardientes, nada evocaba la flor azul del roman- ticismo sentimental. Las flores encarnadas que dibujaba Jim Amaral al final de los años setenta tenían dientes grandes. No es que fueran necesariamente carnívoras o que pertene- cieran a la familia de las orquídeas y desplegaran la erótica del mundo en sus formas. A decir verdad, nadie lo supo nunca... Lo seguro es que Jim Amaral les dio a las flores un lenguaje propio, un lenguaje que tal vez era justamente el suyo. Les había dado un puerto triste y despreocupado, pero estas flores contaban una historia, evocaban deseos y aventuras extraordinarias, como si se hubieran esca- pado de un poema de Edgar Allan Poe. Durante mucho tiempo guardaron silencio, y ahora, al darles un rostro, Jim les regalaba también una voz y un canto. Hablaban de la vida y susurraban del amor, murmuraban sobre los placeres del cuerpo, y todo era como una orquesta extra- ña que se extendía de página en página —una orquesta que el artista disponía cuidadosamente en una hermo- sa caja cerrada con cintas de seda. Era alrededor de 1979 y Jim trabajaba en París. Había frecuentado a André Pieyre de Mandiargues y a Isabelle d’Este; la poesía brotaba de su lápiz, secreta y desenvuelta. Después de las flores con las que sembró tan hermoso jardín, llegó la fruta. La vida está hecha de tal manera que avanza tercamente hacia su destino. Sin embargo, algo había cambiado en el Jardín del Edén y, para representar una atmósfera nueva, Jim adoptó una paleta más grave de ocres y tierra de Siena. Al principio, para hacer la transición, pergeñó unos cuantos cuadros a los que llamó Frutos secos . Uno todavía encontraba en ellos trozos de cuerpos, fragmentos de sexo, todo un vocabulario que el artista trabajó durante mucho tiempo y que hacía su última aparición aquí, como si el viento seco del desier- to se hubiera apoderado de las llanuras del deseo y el amor. Estos Frutos secos , pinturas de meticulosa armonía, parecían retomar de la mitología la terrible aventura de Adonis, el infeliz amante de Afrodita, a quien las mujeres griegas celebraban aún después de su muerte plantan- do pequeños jardines efímeros que eran rápidamente condenados a muerte por la sequía ardiente del sol de Apolo. Nunca un ritual fue tan radicalmente efímero y melancólico. Sin embargo, pronto la antigua temática que celebraba los encantos del cuerpo dio paso al oscuro tema del luto. Los Frutos de duelo de Jim Amaral no pertenecían a la familia de las manzanas de Cézanne, de un verde ácido y alegre. Alineados en un entablado de piedra, como anteriormente en los bodegones españoles, adoptaban el semblante meditativo que corresponde a las naturalezas muertas. Además, ninguna Eva espontánea habría tenido la idea de hincar el diente en aquellas coloquíntidas cansadas. Un cielo oscuro pesaba en el horizonte; el paso Frutos de duelo de J im Amaral J a c qu e s L e e n h a r d t

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